El enfant terrible ataca de nuevo


Cuando me enteré de que ya se había publicado la ultima novela de Michel Houellebecq (podríamos llamarla así, aunque en realidad, este prolífico pensador, poeta y ensayista es mucho más que un simple escritor de novelas, por más que sus textos se rijan dentro de los parámetros literarios) fui directamente a la librería donde sé que puedo agarrar cualquier ejemplar y leerlo sin necesidad de comprarlo. No es que no deseara adquirirlo, pero dado que no tenía dinero y sí bastante tiempo para leer, me engullí la mitad del libro en un día, y al siguiente lo terminé leyendo de manera voraz. 

Cuando está a punto de salir un nuevo libro de Houellebecq, todo el mundillo de escritores y editores se quedan expectantes, porque saben que un trabajo de este lúcido y mordaz escritor -que no tiene reparos en no dejar títere con cabeza- supondrá un nuevo, muy a su pesar, recordatorio no menos desesperanzador, porque lo que este escritor francés es capaz de hacer es lograr siempre tirar por la borda las expectativas de los escritores mediocres que hay a lo largo y ancho del planeta. Digámoslo así, las novelas de Houellebecq colocan y ponen en su lugar a los títulos que durante su ausencia se publicaron y muchos creyeron que eran obras respetables, descartándolas a un inferior plano, para que no puedan recuperarse. Editores, escritores y poetas saben que la voz y la pluma de Michel Houellebecq es muy superior a todo cuanto ellos han querido intentar, ubicándolos en la mediocridad más humillante. En este caso, Serotonina -tal es el título de su último trabajo- ha surtido este efecto de forma apabullante, y mucho más tajante y veloz que su predecesora, Sumisión, en la que el escritor también consiguió atapar la atención, pero no de la forma en la que esta última lo está consiguiendo. Podría decirse que Serotonina es un bofetón al mundo dormido literario, que se mantuvo sedado desde hace cuatro años.  

Pero esta no es la intención, ni mucho menos, de Michel Houellebecq, simplemente le sale así, lleva haciéndolo desde hace mucho tiempo, desde principios de la década de los noventa sus ensayos en periódicos y revistas y su "ampliación del campo de batalla" serían el germen de lo que estaría por llegar, aunque nadie lo presentía, como es muy normal en Houellebecq, algo que quizás sabe hacer de forma consciente. No permite que nadie pueda adivinar ni entrever cuál será su próximo libro, o proyecto, algo que sí solemos apreciar en el común de los escritores, algo así como el 99% restante. 

No cabe duda de que tanto en las artes, como en cualquier otra disciplina creativa, o incluso en cualquier otra actividad, los que destacan son pocos, y me refiero a los que realmente valen la pena leer. Michel Houllebeck posee los atributos necesarios, y parece que a veces le surgen de manera espontánea. Su mirada afilada y ya preparada sobre los temas que sabe ahondar (la sociedad de consumo en la civilización de los países del primer mundo, la industria del turismo y en cómo éstas no logran felicidad alguna, sus opiniones sobre los fenómenos migratorios, la religión, la xenofobia, el racismo, la pornografía, la prostitución en países subdesarrollados para disfrute de los ricos, la sociedad europea en su conjunto, sobre todo la anglosajona y germana, la política y sus aberraciones sobre la población esclavizada, su visión cínica y global de un mundo en constante cambio, y en donde Houellebecq sabe subirse a la última ola antes que los demás) lo domina a la perfección, como digo, esa voz narrativa que siempre vuelve cuando más la necesitamos. 



Houellebecq, quizás mejor que en sus anteriores trabajos, sobre todo los más recientes, desde El Mapa y el Territorio hasta ahora, ha sabido diversificar sus dotes de ensayista, crítico, narrador, filósofo y pensador en una sola obra, una obra que es "un todo en uno", construida desde la mirada desangelada del protagonista, que se medica con un antidepresivo que aumenta la sustancia de serotonina, el viaje al que nos embarcamos no tiene altos en el camino, ni respiro ni puntos de descanso. Todo es visto aquí bajo la lupa analítica de un escritor que sabe cuándo llevarnos de una simple historia o anécdota a un análisis profundo de la sociedad que le rodea, sin olvidar que tiene que entretener al lector, que no puede aburrirlo, y retomar nuevamente esa voz perspicaz que nunca pierde el hilo sobre el asunto que se trae entre manos.  

Una novela que es mucho más que la historia escrita en primera persona de un francés de cuarenta y seis años que nos expone su visión de la realidad partiendo de la base de que su edad es "una edad difícil", pero que mucho menos lo es el mundo que le rodea. Como en Plataforma, su aclamada novela, en Serotonina hay sexo, pornografía infantil, las nuevas tecnologías, la política, la industria del turismo, la sombra constante de la filosofía y el análisis Shopenhaueriano, una crítica tenaz del presente apática y pesimista, sobre todo en las sociedades europeas, la muerte, y sobre todo, el amor, el tema en el que Houellebecq quizás siempre supo nadar con soltura, las relaciones entre el hombre y la mujer que siguen cambiando y mutando, y el escritor galo no le pierde nunca la pista. 


     SEROTONINA

     Michel Houellebecq

     Ed Anagrama






Nicolas Mathieu gana el Goncourt por su novela ‘Leurs enfants après eux’


El escritor francés Nicolas Mathieu (1978) recibió ayer el prestigioso Premio Goncourt por su novelaLeurs enfants après eux, sobre los sueños de juventud de un grupo de adolescentes a lo largo de cuatro veranos durante los años 90. El jurado del Goncourt reconoció así el segundo libro de este autor joven, poco conocido del gran público.
“Es un autor que se incluye en la tradición del premio Goncourt, por ser un escritor nuevo y joven y haber escrito un libro social, contemporáneo, que habla de la juventud francesa, lo que es raro en Francia”, dijo tras el anuncio el presidente del jurado, el escritor Bernard Pivot.
Leurs enfants après euxes el segundo libro de Nicolas Mathieu, después de la novela negra Aux animaux la guerre (adaptada posteriormente para serie televisiva), según recoge Le Monde.

Nacido en Epinal (Vosges, en 1978), Mathieu describe en esta novela el mundo de su adolescencia en la década de 1990 en una crónica que se divide en cuatro veranos. El premio Renaudot, que se ha fallado a la vez, se ha otorgado a Valérie Manteau por Le sillon.
MARYAM MADJIDI, GANADORA EN 2017La nueva novela de Maryam Madjidi, ganadora del Goncourt a la primera novela en 2017, llega ahora a España. “Los exiliados siempre serán extranjeros”, asegura Maryam Madjidi, escritora nacida en Irán y criada en Francia, que considera que llega un momento en el que todo exiliado debe dejar de ser ingenuo y darse cuenta de que nunca dejará de ser visto como un extranjero, y esta es la experiencia que relata enMarx y la muñeca .
Galardonada con varios premios, entre ellos el mencionado Goncourt o el Étonnants voyageurs, Marx y la muñeca ha vendido más de 30.000 ejemplares en un año en Francia y ha sido traducido a 14 lenguas, un éxito que la autora atribuye a que se trata de una historia sobre el exilio visto desde los ojos de una niña, lo que apela a un “sentimiento de humanidad”.

Bartlebly, La alegoría del absurdo



Bartlebly, el esrcribiente, de Herman Melville, es un cuento que antecede a todo un pensamiento filosófico literario que pertenecería a la primera mitad del siglo XX, o podríamos decir a casi todo el siglo, el así llamado existencialismo. Bartebly explica a Walser, al Proceso de Kafka, a la novela insignia de Camus y a muchos cuentos de Borges. Pero centrémonos en la figura del relato en sí, puesto que en realidad Bartlebly, el escribiente, no es más que un instrumento para construir una alegoría del absurdo.

El comienzo del relato es un inicio al mundo de la tragicomedia del trabajo en una oficina de abogados del siglo XIX, en Wall Street, donde existía el labor del amanuense, o escribiente. La persona se dedicaba a copiar textos, documentos legales, uno detrás de otro, algo así como una fotocopiadora humana. Melville percibe en este trabajo la mayor de las angustias y soledades, un absurdo colosal. Pero Bartlebly llega después, no más que como una especie de guinda de la torta, un colofón, algo que ya existía antes de su aparición. El narrador no necesita dar su nombre, sólo informa de él que "es una persona de cierta edad", con lo que nos indica que tiene varios años y, por lo tanto, una cierta sabiduría sobre el mundo que lo rodea. Nos presenta su historia como un relato dentro de su propio relato, pero no hablará de él, o al menos hasta donde sea necesario, sino de Bartlebly, un hombre que lo subyaga hasta cambiarle prácticamente su entera percepción del mundo establecido, de la norma y la cordura misma. Aunque Bartlebly no es más que una consecuencia, o un elemento ficticio dentro de la propia ficción, es aquí en donde yo veo un rasgo de meta literatura, que no es menor.

El narrador es un respetado abogado de Wall Street, que tiene a su cargo a tres empleados, escribientes ridículos, con manías y actitudes mundanas, con horarios fijos de almuerzo y caracterizaciones banales. Parecen ser una parodia viviente de su propio trabajo, como si él ya supiera, antes de empezar con el plato fuerte de la historia, cuál es el universo en el que está inmerso. Pero no nos engañemos, Melville esboza un cuento lleno de instrumentos que él pone a su merced para indagar en la tristeza y la desolación total de una realidad que ya estaba comenzando a abrirse paso a finales del siglo XIX. El hombre atado a su oficio.Por lo tanto, es un cuento sobre la deshumanización.

Bartlebly, según el narrador, sólo se dedica a escribir y copiar incansablemente. Es honesto, leal, no miente ni engaña a su jefe. Cumple con el horario, mejor incluso que su propio patrón y los demás empleados de la oficina. Sigue las reglas, hasta cuando llega el momento del colmo de los colmos. Cuando el abogado, su jefe, le requiere la tarea, a la cual más tortuosa y absurda, de revisar una copia en busca de errores, Bartlebly le responde secamente con una frase que puede resumir todas las otras, diciendo: "preferiría no hacerlo". Bartlebly no se levanta de la silla, no sale de su ermita, siendo ésta una demostración de libertad, dicho sea de paso, la libertad de no hacer más de lo que ya está contratado a hacer. De un modo u otro, es una alegoría a la explotación laboral, al no hacer todo cuanto un jefe disponga, sólo por el hecho de ser su jefe. Aquí, Melville utiliza sólo una frase para responder a todos los conflictos que surgen en esta relación de empleado y empleador. El "preferiría no hacerlo" es una contestación que deja una puerta abierta, un universo a sus pies. El jefe no puede entender cómo no obtuvo una rápida afirmación obediente de parte de una persona que trabaja a su cargo, tal y como hacen sus otros tres empleados a pies juntillas, desde tiempos inmemoriales, sin objetar ni sublevarse ante sus órdenes. En este caso, Bartlebly, según el narrador, se subleva con esa frase, el "preferiría no hacerlo", aunque tampoco es una negación, como tampoco una afirmación, es un punto intermedio en el que el abogado deberá tomar una decisión, y es ahí cuando se abre todo un sinfín de incógnitas, y puede darse cuenta que no puede recriminarle nada a Bartlebly, porque no tiene argumentos, ya que él es otro elemento del absurdo y la esclavitud y la soledad y la miseria del universo. La frase que esboza Bartlebly, a mi parecer, es la que indica la única posibilidad de la salvación. El abogado cree que es libre, puesto que siente que puede ir a su casa, realizar una vida normal, pero como bien le dice a Bartlebly, en cierto momento, él es quien paga los impuestos, la renta, los servicios, y no su amanuense, sino él, el abogado. ¿Quién está acaso más despojado de humanidad, sino el narrador? Bartlebly, mientras lo describe Melville, de manos de la narración de su personaje, es quien aparenta ser la persona más solitaria y desamparada, que no presenta rasgos comunes de una psicología normal. Pero en realidad, como dijimos, Bartlebly es un espejo de los otros, del abogado y los demás empleados de esa oficina, quienes son los auténticos encarcelados.

El narrador nos describe a Bartlebly como un hombre desamparado, que no responde a los cánones establecidos tanto de escribiente como, incluso, de persona común. Pero esto es solo su percepción, la percepción de alguien que no está del todo seguro de lo que piensa sobre Bartlebly. Bartlebly es un misterio, un misterio inextricable que ni el propio abogado que lo contrata puede desentrañar. En un momento dado, nos cuenta cómo Bartebly se queda mirando el exterior, a través de una ventana, durante horas y horas. La ventana está justo enfrente de él, y a las afueras, no más que un muro de ladrillos. Bartlebly se queda mirando ese paisaje, y para el narrador es otro indicio de que Bartlebly está fuera de este mundo, que vive en una soledad sin límites. Pero, por supuesto, sigue siendo la opinión del narrador, de manos de la pluma de Melville, que nos da a entender, en realidad, que quien está perdido es el propio narrador. Pero ¿qué sabemos de Bartlebly? En realidad, nada. Bartlebly es el espejo en el que, al mirarse el narrador, se ve a sí mismo en su desgracia, pues tampoco puede sacar nada en claro de los comportamientos del amanuense, que lo dejan perplejo. Aún así, ¿qué otra vista puede existir en una ciudad llena de edificios, a no ser muros y muros de ladrillos? Que Bartlebly se quede mirando fijamente a ese muro, no significa que esté loco, sino que es su realidad.  Esa ventana tiene la única vista que puede existir en una ciudad llena de muros. Bartlebly es, en realidad, quien está yéndose continuamente de ese lugar, vive más afuera que adentro, mientras que el narrador es el esclavo obediente, y no entiende cómo alguien puede estar viendo algo atractivo a través de la ventana. El narrador aceptó ese mundo de muros y edificios, en cambio, Bartleby no. Por lo tanto, el cuento de Bartlebly trata de la soledad y angustia del abogado, que ve reflejado en el absurdo comportamiento de Bartlebly su propia miseria y tristeza infinita, en contraste con ese modo de tomarse la vida, despreocupada, sin miedos. Ese "preferiría no hacerlo" desentraña una verdad, una situación de angustia. O dicho de otro modo, es la contestación que permite una liberación, de actuar según su voluntad., al verse en la tesitura de obedecer, o no. Su "preferiría no hacerlo" es el escape, así como mirar hacia la ventana durante horas, la única posibilidad de liberación.



No es erróneo afirmar que Bartleby, el escribiente, es una versión de oficina, a escala reducida. de Moby Dick. La historia de la caza de la ballena de manos de un buque arponero requiere sin lugar a dudas de más hojas, y más expansión, se cuentan más personajes y vivencias. Es un viaje más largo y complejo. En Bartleby, el "Llamadme Ismael" se traduce como "Soy un hombre de cierta edad", en la primera línea del relato. Los dos protagonistas, que se presentan como narradores, contarán la historia de un hombre singular. En el primero, el capitán Ahab en su desquicio de matar a la ballena blanca, un demonio viviente que habita los mares, y en el otro, a un escribiente llamado Bartlby en su resignación liberadora, absurda, de no hacer nada, porque ya no hay nada más que hacer. En realidad, Melville nos expone figuras novelescas irrazonables, que ni su Ismael ni su abogado pueden explicar. Tanto Ahab como Bartleby son misterios del universo, de la humanidad, que ni una novela de más de quinientas páginas, como tampoco un relato breve de treinta, podrán alojar una razón concreta. Es decir, Melville fue el escenificador de la sinrazón, de la locura. En este sentido, Melvfille es el novelista que se sumergió en los personajes más complicados que la humanidad haya creado, y lo irónico es que ni él ni nosotros podremos jamás dar con una explicación concreta de ellos. Melville ahondó en el misterio de la locura, como ningún otro.

No corresponde que sigamos hablando del relato más de lo que el propio cuento hará por su cuenta, cuando se deslicen entre sus páginas. Melville cuenta su propio misterio tejiéndolo a su manera, y si bien nunca obvió sus inspiraciones literarias de la época, al mismo tiempo estaba marcando su impronta en la literatura como un escritor original y que abrió nuevas brechas de la psicología humana, así como lo estaba haciendo Dostoievski en el otro confín del mundo.



David Keenan y su libro




David Keenan y su libro, Memorial Device, o This is Memorial Device, al que la editorial mexicana Sexto Piso le agregó un subtítulo largo y pedante para intentar explicar algo de las falencias literarias del texto, es una muestra clara y factible de que la mala literatura existe y es devastadora, sin grados medios o altos, simplemente es desastrosamente maligna para un lector que se precie en leer algo decente en lo que a cánones literarios se refiere.

Es difícil, por no decir extremadamente complicado, enmarcar a Memorial Device dentro de un género, a no ser en el de las memorias de un viejo y melancólico rockero o punkie de los años ochenta, digámoslo así. Para quedar mejor, se inventó la definición postpunk, ya que suena bastante pegadiza y mercantilera. Pero vayamos al asunto, lo que se cuenta en el libro y en la novela Memorial Device. Hasta donde se puede apreciar, un relato en primera persona de manos de muchas voces, en forma de entrevistas espontáneas, que durante los primeros años de la década de los ochenta merodeaban de pub en pub, entre Glasgow y un pueblito deprimente llamado Airdrie (que puede traducirse como Aire Seco: Air Dry), en busca del cáliz musical o el mesías de la música devenida en banda punk.

Como si de unos feligreses enceguecidos de una fe religiosa se tratase, los protagonistas de Memorial Device son una suerte de pandilla al estilo Trainspotting pero muy mal definidos y con apenas una pista clara de cómo son y qué esperan de la vida. Al menos, en la novela de Irvine Welsh se percibía una construcción filosófica y narrativa decentes y una crítica a la sociedad de su época, lo que contribuyó a que se siguiera leyendo décadas después, pese a que la traducción de la editorial Anagrama es extrema en el uso de las expresiones y argot castizos.

David Keenan es músico y Deejay, periodista musical, según parece y ahora escritor de una novela. Pero digámoslo así, no conozco por mi parte ningún Dj que haya escrito algo decente. Puede que los haya con algunas novelas publicadas, algo que es totalmente posible. Me refiero a que no conozco ningún Dj que sea un buen escritor, porque las dos cosas parecen realmente imposibles de aunar, la de ser Dj, y a la vez, buen escritor o pretender estar a la par de otros buenos escritores y también novelas escritas. Quién sabe, quizás una tarde Keenan se deleitaba con las memorias de Mi Lucha del noruego Karl Ove Knausgard y pensó que él podía hacer algo parecido, o quizás luego de leerse a Jack Kerouac (en la novela lo menciona varias veces, sobre todo a su Vagabundos del Dharma). Quizás, si viajaba al pasado y retomaba todas esas experiencias vividas con sus colegas en un pueblito de Escocia mientras experimentaban con los primeros porros y las primeras novias serias, mientras escuchaban a Joy Division o a Iggy Pop, podía sacar algo realmente interesante, ya que también escribía notas periodísticas. Pero creo que se metió en una camisa de once varas.

Vayamos al asunto en cuestión: la novela tiene una característica, está escrita como en una especie de documental televisivo. Cada capítulo, por llamarlo de alguna forma, es el testimonio en primerísima persona de algún miembro de esa pandilla o grupo de jóvenes escoses, músicos, artistas, o aspirantes a escritores que iban en busca del sonido perfecto de la banda más cool de su época, los títulos de los mismos parecen anotaciones sobre la marcha en un casete roto de VHS. En algún momento del libro, Keenan no ahorra desprecios hacia Tina Turner, Queen o Dire Straits, bandas que sólo servían para acompañar una bonita velada de amor con su música “pastosa”. En ese sentido, tengo que darle la razón a Keenan y admitir una cosa: Memorial Device es una buena guía para entender la música más interesante y las bandas de punk más “underground” y remarcables de una época, pero no es, ni por asomo, una buena novela literaria. Si quieres saber qué se cocía en los cinco primeros años de los ochenta, si quieres conocer buenos temas, buenas bandas, y poder corroborar que, en efecto, temas como Bohemian Rhapsody son una bazofia en comparación con la auténtica escena musical inglesa de las dos mejores décadas en la que proliferaron excelentes vanguardias musicales, como las de los setenta u ochenta, entonces Memorial Device es un libro recomendable, y en el que encontrarás esa sabiduría. Pero tendrás que tolerar la mala literatura, rayando incluso en la ingenuidad de pensamientos y análisis psicológicos, a cambio de todo eso. Quizás este libro tenga algo que ver con lo que el malogrado Sid Vicious le dijo a un Freddy Mercury en ciernes en toda su cara: “¿Ya has logrado llevar el ballet a las masas?”

Memorial Device es una novela para adolescentes que puede leerse de corrido sin ningún esfuerzo intelectual, y pasarla bien como si se estuviera viendo un documental de History Channel sobre la escena post punk inglesa y enterarse de la movida de la época, es un libro escrito por un Dj que no es escritor y que intenta serlo, pero sin éxito. Los pasajes de la novela están escritos como si fueran entrevistas espontáneas a diversos integrantes de un grupo de amigos que se enrollaban entre ellos y comparten casi las mismas opiniones sobre casi todo, la música, los autores rusos por sobre los beatniks, el sexo, las drogas y también la política, el conflicto palestino israelí y el IRA, aunque parezca sorprendente. Más allá de eso, no hay una historia en sí misma, de hecho, no se trata de eso. Es un viaje al pasado de manos de las voces ficticias y de bandas de música ficticias que quizás existieron o quizás no.

Una carta envenenada


23 de Julio, 1970
Mi Estimado Sr. Truman Capote
Esta no es la habitual carta de un fan — a menos que se refiera a los ceiling fans* de Panamá. Hablemos mejor de una carta “del lector” — las estadísticas vitales no están en mayúscula — una selección de notas marginales sobre el material enviado, como toda “escritura” que se envía a este departamento. He seguido su carrera literaria desde sus inicios, llevando a cabo en nombre del departamento que represento una serie de indagaciones tan exhaustivas como las que usted hizo en las recientes investigaciones en Sunflower State. He entrevistado a todos sus personajes, comenzando con Miriam — en el caso de ella, retener el azúcar durante un período de varios días fue un incentivo suficiente como para hacerla bastante comunicativa — prefiero tener todos los hechos a mi disposición antes de tomar medidas. Además, debo decir que he leído el reciente intercambio de genialidades entre el Sr. Kenneth Tynan y usted. Siento que ha sido demasiado indulgente. También me llamó la atención su reciente aparición ante el comité del senado, ocasión en la que usted habló a favor de continuar con la presente práctica de extraer confesiones de un acusado y negarle a éste el derecho de consultar previamente al cónsul antes de hacer una declaración. Usted además se ha desvalorizado reiterando el banal argumento que hace eco a través de cartas al editor cada vez que se plantea el tema de la pena de muerte: “¿Por qué toda esta simpatía por el asesino y ninguna por sus víctimas inocentes?”. Tengo presente el compromiso de leer toda su obra publicada. El trabajo inicial fue prometedor en muchos aspectos — me refiero particularmente a los cuentos cortos. Les concedió un área de desarrollo psíquico. Por un momento pareció como si fuera a hacer un buen uso de esa concesión. En su lugar, usted eligió vender un talento que no es suyo como para que sea vendido. Ha publicado un libro ilegible y aburrido que bien podría haber sido escrito por cualquier escritor del The New Yorker  (un periódico encubiertamente reaccionario dedicado a los intereses de la riqueza estadounidense). Ha puesto sus servicios a disposición de los intereses de quienes están convirtiendo a Estados Unidos en un estado policial por el simple hecho de fomentar deliberadamente las condiciones que aumentan la criminalidad y que luego exigen la fuerza policial y la retención de la pena de muerte para hacer frente a la situación que ellos mismos han creado. Usted ha traicionado y vendido el talento que le otorgó este departamento. Ese talento, ahora, oficialmente se le ha retirado. Disfrute su dinero sucio. Nunca obtendrás otra cosa. Nunca más volverás a escribir una sentencia que sobrepase el nivel de In Cold Blood. Como escritor estás terminado. Cambio y fuera. ¿Puedes seguirme? ¿Sabes quién soy? Usted me conoce, Truman. Me conoce desde hace mucho tiempo. Esta es mi última visita.
* Juego de palabras de Burroughs, ceiling fans: ventiladores de techo.

La literatura insecto


Por Luciano Losiggio

El martes pasado, mientras mi hija de un año y medio revoleaba libros alegremente de la biblioteca al suelo, me volví a encontrar con El ataque de los moscovitas, este librito que andaba merodeando por casa hace como dos años. El mismo formaba parte de un descarte de libros del (tremendo boludo) ex novio de mi hermana, que me traje una vuelta que lo ayudé en una mudanza. Y desde que lo traje quedó ahí boyando, sin decidirme a leerlo, ni a regalarlo, ni a venderlo. Hasta que, como decía, el martes pasado voló a pocos centímetros de mi nariz, lanzado ávidamente por mi pequeño retoño, y cayó a mis pies. Lo abrí y lo empecé a leer. A la primera página decidí que lo quería leer entero.

El miércoles a la mañana me llamaron del jardín para decirme que mi hija había tenido una "pequeña ausencia". Salí corriendo para allá, y de ahí, en la ambulancia directo al hospital: 48 horas de internación para hacerle estudios. El relato entero de la internación no viene a cuento, aunque se podría resumir en tres palabras: angustia, ansiedad y miedo.

El mismo miércoles a la tarde, mi viejo me llevó en auto a buscar algunas cosas que necesitábamos (ropa para mí, para mi mujer y para mi hija, juguetes, cepillos de dientes, cremas varias), por lo que aproveché y me llevé el libro de Ragau, para ver si en algún momento lograba hacerme pasar un rato. Lo elegí entre otros libros principalmente por su tamaño: en mi mochila no había lugar para otra cosa.

El miércoles a la noche le hicieron una tomografía, que termino tardísimo, por lo que nos dormimos a la madrugada, muy incómodos, mientras un niño, en alguna habitación cercana, gritaba en un ataque de pánico, o de miedo, o de dolor, o todo eso junto: “¡¡¡ALGUIEN QUE ME AYUDE POR FAVOR!!!”. Nos despertó muy amablemente a las 6 am una enfermera, que nos prendió las luces, nos dijo que en la habitación hacía demasiado calor (gracias señora por estar siempre atenta a lo que es mejor para el prójimo) y nos informó que había que “privar de sueño” a la beba, para que se duerma a las 10:10 am, hora en que le realizarían el encefalograma. Las horas que siguieron fueron un parto. La pibita se dormía y estaba del orto. Cada dos minutos entraba alguien a medirle algo, a preguntar si había comido, si había cagado, si había meado, el tamaño del pañal, a traerle el desayuno, a llevárselo…y ella que lloraba cada vez que veía a alguien, a la espera de la siguiente torturita médica.

A las 10 se durmió, y el tipo del encefalograma vino a eso de las 10 y media y empezó a desplegar su parafernalia. Le tenía que conectar como 20 cables en la cabeza, y yo al lado miraba, y esperaba, seguro que al cable 17 se iba a despertar y todo iba a estar perdido: de vuelta esperar a que le de sueño, de vuelta la privación, el llanto, la incertidumbre…Pero no. El pibe bastante crack. Lo logró. Dejó todo andando y se fue. Volvería en una hora o cuando se despierte. Habiéndose ido también la madre de la criatura a desayunar con su propia madre, quedé solo con la beba durmiendo y los 20 cablecitos que le salían de la cabeza.

Ahí es cuando agarré el libro de Ragau nuevamente. Con los libros (o con los libros que en general suelo leer) me pasa que en situaciones de realidad extrema, en esos momentos en los que la realidad adquiere un peso demasiado grande, y justamente, se hace más real, menos endeble al escape, en esas situaciones decía, los libros no me suelen funcar. Principalmente porque tengo ya bastante con mis problemas para involucrarme en los problemas del libro. Segundo porque la ilusión de la ficción no logra realizarse: veo el artificio todo el tiempo. La realidad no cede ante la propuesta de escape del libro.

Esta vez fue todo lo contrario. Abrí el librito y me hundí en sus páginas y su prosa ligera y por 45 minutos de corrido, me olvidé que al lado mío estaba mi hija conectada a una máquina que mide la actividad eléctrica del cerebro. Me olvidé que esa máquina buscaba algún tipo de actividad anormal. Me olvidé que si esa actividad se encontraba, lo seguro era medicación de por vida. Me olvidé de todo ese miedo atroz que sentía cada vez que vislumbraba lo que podía llegar a ser mi vida si algo le pasaba a mi hija. Me olvidé y me sumergí en la vida de José. Me sumergí en las palizas a los seguratasemos y hippies, en las jornadas de tedio pelando patatas, me sumergí junto con él en ese submundo de insecto mutantes y en todo ese lenguaje muy genial (como un uso muy Laiseca del vocabulario de los doblajes de pelis clase B), que iba debilitando la Realidad, como un ataque rastrero que la guacha no se esperaba, y abría un pequeño huequito, por el cual colarme y escaparme…un ratito. Cuando la realidad es imbatible, la lectura la tiene que poner patas para arriba.

De la novela en sí no tengo mucho más para agregar: me divirtió, me ayudó y me acompañó. Es prácticamente todo lo que se le puede pedir a la literatura. Me acordé de un pasaje de 2666 de Bolaño:

Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez.

En su momento me había parecido muy acertada. Ahora ya la pongo en duda. Dejando de lado lo de los “grandes maestros”, y aplicándola más ampliamente a la literatura toda. Porque ahí en el hospital, ya de por si rodeado de fetidez (solapada por litros de desinfectantes), sangre, heridas (y enfermedades) mortales, y sobre todo, lleno de “ese aquello que nos atemoriza”, no me interesaba ver el ejercicio heroico de ningún escritor, ni me interesaba la literatura como ejercicio épico. Porque en ese contexto toda esa épica se reducía a algo del orden del egoísmo infantil. Una especie de “¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mirá! ¡Ando sin manos!”, pero dirigida al mundo entero. 

Para consumir ese tipo de proezas, tengo que estar bien. Sino dame esa otra literatura: la literatura insecto. Esa que deviene bicho bolita, se te sube al hombro y narra consejos inútiles, mientras el mundo alrededor se cae a pedazos.

Lo heroico es vivir, Bolaño, no leer Moby Dick. Dejalo al farmacéutico en paz.


        El ataque de los moscovitas 
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El escritor salvaje


El recientemente rescatado Los chicos salvajes (1971) es en ese sentido una obra de transición, un oscilar entre el relato reconocible y el pastiche asociativo, el cuento y la novela, el fragmento y la totalidad. Las marcas de Burroughs están aquí presentes como un torbellino hilarante, vertiginoso y terrorífico en el que se revuelven diálogos, visiones, anécdotas, refusilos poéticos y trances pornográficos.

Los chicos salvajes extrae su título de turbas clandestinas de muchachos multirraciales diseminados en desiertos y montañas, ciudades y junglas, erigidos en una red global que combate a los agentes represivos del planeta. Armas extravagantes, ungüentos corporales, rituales mágicos, contrabando de sustancias, un idioma común y golpes maestros de guerrilla son los rasgos que imagina Burroughs para su ejército marginal e incorruptible, un ente colectivo en el que implosionan el candor paradisíaco y la furia revolucionaria, la lírica interior y la política exterior, la fantasía de ciencia-ficción y la peripecia bélica.

La libertad extática de Los chicos salvajes es ante todo repitición, consolidación de un trazado, remix de un imaginario. Por momentos la combustión típicamente burroughsiana de cuartos deprimentes, agujas inyectables, revólveres, seres estrafalarios de revista pulp y complots de ultratumba parecen una mera excusa para el regodeo perezoso en extensos pasajes de un erotismo tan explícito como tierno, tan clínico como apasionado, donde el autor estadounidense abunda en excrecencias, fluidos y perversiones que exhiben como protagonistas a sus incondicionales y condicionados efebos.

Pero Los chicos salvajes también atesora excepcionales granadas joviales en capítulos como “Le Gran Luxe”, entrada por la puerta grande a una mansión opulenta en la que se dan lugar menúes báquicos, pasatiempos oníricos, ensambles de épocas, sexo sin fin y alimento para las bestias, una muestra de que el mejor Burroughs puede ser igual de eficaz que sus pupilos.



Los chicos salvajes 
William S. Burroughs
El Cuenco de Plata
189 páginas
$ 349




Fuente Javier Mattio La Voz